Emoción, identificación y autonomía estética (III)

FERNANDO INFANTE DEL ROSAL 30.03.2020

[…]

Seguimos con la cita anterior. Tampoco este sí-mismo, dice Hegel, «es la unidad inconsciente [o aquella unidad carente de conciencia] del culto y de los misterios». Aquí se refiere a una identificación primigenia vinculada a los ritos mágicos o sagrados como la que interesará a Freud o a Scheler. Se trata de la identificación como unificación primordial que halla su forma originaria en el culto mistérico. Para una gran raigambre del pensamiento, éste es el momento en el que se produce el trasvase de la identificación desde la religión al arte.

El Selbst de la comedia, concluye, es el Selbst del actor, que ahora coincide con su personaje, y el del espectador, que coincide igualmente con él. Esto no significa identificación, como se puede pensar en una lectura superficial, porque tales coincidencias no son un disolverse el Selbst real de actor y espectador en la representación, sino un tomar la rienda del personaje, un participar autoconsciente en el carácter y en la escena. No se trata de que el Selbst real se borre dentro del Selbst ficticio, lo cual sería propiamente identificación tal como ocurre en la tragedia, sino que el Selbst real asume dentro de sí al ser ficticio, al personaje o carácter, al que ahora ha hecho coincidir consigo mismo, pero manteniendo él su autoconciencia. Es esta autoconciencia la que asume la representación en la comedia, a diferencia de lo que ocurría en la tragedia, donde la conciencia, aún no cierta de sí misma, quedaba subsumida en tal representación.

Lo fundamental en este punto es que esa autoconciencia del actor o el espectador, que se auto-perciben y comprenden en tanto que actor y espectador respectivamente, no anula la representación, no la borra, sino que la asume como ámbito de participación. Ahora comprende que ése es su terreno de juego, entiende las reglas autoimpuestas y libres de ese juego («juega con la máscara», ha dicho Hegel) y, de esa forma, vive la nueva experiencia estética. Ese juego –categoría básica precisamente de la disciplina que más ha reflexionado sobre la autonomía: la hermenéutica– se produce de manera específica en el ámbito de la interpretación y en el de la recepción, aunque imbuyéndose el uno del otro: el actor debe ser receptor, y el receptor, actor. Por eso, refiriéndose al espectador, ha dicho Hegel en la cita anterior que «en aquello que ve representar se siente perfectamente en casa [o está perfectamente en casa], y se ve actuar a sí mismo».

Como es evidente, el extrañamiento del Selbst real respecto a la representación y lo representado se produce en la forma de lo cómico y, más específicamente, mediante la ironía, por la que lo representado y la representación, el contenido y lo escenificado se dislocan: «en la comedia la autoconciencia se [sic] es consciente de la ironía de ese significado»1. Lo cómico procede, como veíamos antes, de la esencialidad o universalidad que se empeña en representarse como tal ante una conciencia que la observa ahora como inesencial. El actor y el espectador proceden a través de la ironía, porque simulan no saber nada de esa verdad que ya les ha sido revelada y, así, los dioses y los grandes héroes provocan hilaridad en ellos cuando se pavonean ante sus ojos. La ironía es forma del extrañamiento y del distanciamiento que, aún sabedora de la verdadera inesencialidad, permanece ahí ante la representación y, entonces, se autodescubre como la experiencia estética genuina. Aunque Hegel no desemboca aquí, no es aventurado pensar que esa ironía de la comedia se traslada a la línea de evolución del arte emancipado, o que esa ironía de la comedia es la figura y modelo del extrañamiento-distanciamiento de la estética autónoma2.

La ironía de la comedia es lo contrario del olvido propio de la tragedia. El saber extremo y absoluto de la comedia que toma forma de ironía tiene como contrafigura el completo olvido de sí, el desconocimiento que el propio Edipo tiene de su propia identidad. Así llega a decir Hegel que, en la tragedia, «actuando conforme a su saber manifiesto la conciencia hace experiencia del engaño del mismo, y entregándose conforme al contenido [o en lo que respecta a contenido] a uno de los atributos de la sustancia, vulneró al otro y le otorgó mediante ello derecho contra ella»3. El extrañamiento (el saber) lucha contra ese olvido (el no saber) de la representación en cuanto tal. Para Hegel, en el drama moderno, ambos lados terminarán siendo asumidos por la propia representación4. Es como si el propio drama burgués escenificara la identificación y el extrañamiento, los asumiera en la propia representación: «De ahí que ambos lados de la conciencia [el de saber y el de no saber], que en realidad no tienen ninguna individualidad separada, es decir, no tienen una individualidad propia para cada uno, en la representación reciban cada uno de ellos su propia figura o Gestalt particular; la una, la del dios que se manifiesta [la del dios que se manifiesta o revela], la otra la de la erinia que se mantiene oculta. En parte ambas gozan del mismo honor, y en parte la figura [Gestalt] de la sustancia, es decir, Zeus, representa la necesidad de la relación entre ambas, entre la una y la otra y entre la otra y la una. La sustancia es la relación de que […] en lo simple, es decir, en la diferencia mediante la que la conciencia real es, y su fundamento lo tiene [el saber] en la esencia o ser [Wesen] interno que aniquila esa diferencia [o también: que aniquila esa conciencia, o a la inversa]; es decir: el estar-seguro, la seguridad, que la certeza representa, la seguridad que se es sabedoramente clara a sí misma, tiene su confirmación en el olvido [en la ver-gessen-heit, en verterse y rezumarse y estar rezumado en ello, en tal estar en la cosa, y por tanto dejar de saberse ya]»5.

Este doble asumir el drama moderno el saber y el no saber, el extrañamiento y la identificación, e integrarlos en la misma representación, es una idea premonitoria de los desarrollos contemporáneos del arte autónomo6. En éste, ha quedado muchas veces manifiesto que la autonomía no es sólo un presupuesto o un efecto, algo que está antes o después de la obra, sino que también cobra forma en la obra misma. La autonomía contemporánea se escenifica, tiene carácter performativo, forma parte de la representación y afecta a todos los elementos de ésta. Dicho de otro modo, no sólo el artista y el receptor saben de esa autonomía, también la obra misma sabe y lo hace saber. La autonomía se convierte en forma (sensible) contradiciendo así su esencial libertad (por eso afirmábamos antes que la autonomía ha generado tantas veces un estilo o un conjunto de clichés).

La autonomía, al liberar a la representación de lo representado (y a la forma del contenido, dicho de manera más áspera), desata también las fuerzas de esa representación, desata a la forma, que ya no mira hacia el lado de lo representado, del contenido, sino que vuelve sus ojos hacia el abismo de su libertad, es decir, hacia la propia autonomía7. Por eso la representación intenta asumir esa su libertad dándole cuerpo, otorgándole forma, porque sólo eso puede hacer la representación: representar. Si la representación se ha desprendido ya del mundo de lo necesario, entonces, sólo le queda el ámbito de su propia libertad. El arte autónomo, vaciado de mundo, se convierte en simulacro de la libertad.

Es cierto que a la representación (Vorstellung o Darstellung) le cabe negarse a sí misma. El arte puede intentar dejarla atrás, abandonando primero la figuración y, en segundo lugar, cualquier resto de representación de la idea o del concepto, pero, aunque se desprenda de la figura y de la materialidad, el arte no puede liberarse de la representación. Ésta se resiste a desaparecer. Cuando el arte se presenta a sí mismo, cuando es consciente de sí, de su autonomía y especificidad, y se da así a todos, se representa a sí mismo. Cualquier ausencia de representación en el arte, representa. Lo que no representa ya es el mundo objetivo y esencial, representa el acto de representar o de no representar.

Las implicaciones de la idea hegeliana en el tiempo venidero son tan alargadas como prolongado es el camino dialéctico que él mismo emprende desde Parménides y Heráclito. De hecho, como intentaremos justificar, las implicaciones de su concepto de arte han excedido histórica y efectivamente su sistema. Gadamer afirmaba que «si se reconstruye y se medita de nuevo el planteamiento hegeliano, se descubre con asombro cuántas de nuestras propias preguntas dirigidas al arte se hallan preformuladas en él»8.

El tiempo de Hegel es el de la autonomía estética como desinterés kantiano (ampliado por la mentalidad romántica al arte), pero ese desinterés, que desliga al arte de las funciones tradicionales, corre el peligro de consumarse en una separación del arte y la verdad, del arte y la vida, algo que Hegel quiere evitar. El extrañamiento, por el contrario, enfrenta al arte con la verdad, tanto con la verdad del mundo, ahora inesencial, como con su propia verdad. Por el extrañamiento, el arte se repliega sobre sí mismo al encontrarse. No solamente se afirma el Selbst real como Selbst absoluto, como dice Hegel, también se reafirma el Selbst del arte, el arte mismo. Es él el que se vuelve autoconsciente.

El extrañamiento, aunque se percibe más claramente desde el lado de la recepción, como afirmábamos al principio, se produce también en el arte mismo como nuevo universal, como la nueva esencialidad que ha desplazado al mundo de los dioses y al mundo efectivo de sus acciones entre los hombres. De aquí al joven Nietzsche, el camino es despejado y breve. Aunque, en la visión hegeliana de la sustancialidad del arte –iniciada como retorno desde su afirmado Selbst, desde su concepto encontrado y realizado–, está ya contenido el final de la senda: la idea nietzscheana del arte como verdad. El problema de la autonomía del arte en El nacimiento de la tragedia está vinculado con el doble sentido de esa verdad: la verdad del arte mismo (su autoconciencia) y el arte como la verdad (como autoconciencia del mundo). La primera verdad está ligada a la autonomía del arte, a su autosuficiencia, la segunda le hace echarse a las espaldas una carga demasiado pesada.

La autonomía generada desde el extrañamiento, la intuición de esa verdad del arte mismo, en tanto que surge de la autoconciencia de su propio Selbst (aunque también se manifieste en el Selbst del artista y en el del receptor), es fundamentalmente concepto. «Ese self es la verdad de la religión del arte», dice Hegel9. Ahora queda mostrar de qué manera ese concepto es de nuevo sustancialidad y esencialidad10.

En el arte contemporáneo y en las formas expresivas que alcanzan un alto grado histórico, la forma que toma esta sustancialidad es la de la autorreferencia. El arte, que ya no tiene nada sustancial de qué hablar fuera de él, se detiene a hablar de sí mismo, y, cuanto más larga es su vida, más mira hacia atrás de manera consciente y elabora su discurso desde la referencia a su propio devenir. La función representativa del arte, en el sentido general que hemos tratado antes, empieza a representar los momentos del arte o sus medios y técnicas11. Esto no sólo ocurre en las artes tradicionales transfiguradas en lo contemporáneo, también alcanza al cine y a la publicidad, por ejemplo. Éstos, una vez enfrentados a un espectador avezado, conocedor de los entresijos de sus discursos y de su historia, como el espectador actual, se vuelven hacia sí jugando a hacer evidente su evolución y su expresión, contra la transparencia de su discurso clásico.

Y no es poco relevante el fenómeno de la autorreferencialidad cinematográfica y publicitaria en la reflexión que intentamos desarrollar, porque, en ellos, esa autorreferencia, que tiene que ver con el extrañamiento-distanciamiento, se da al mismo tiempo que la identificación. El cine, como afirmaba Hegel del drama moderno, encuentra fórmulas para aunar y hacer compatibles ambos extremos, de suyo contradictorios. A esto podemos añadir que, históricamente, ha sido más fácil que el arte heterónomo (el cine, el drama moderno) guardara un margen para la autonomía, que el arte autónomo lo hiciera con la heteronomía. Es cierto que los discursos recientes del arte contemporáneo (autónomo) se esfuerzan en hacernos creer que guardan ese margen o que, incluso, se abren a esa experiencia heterónoma, pero lo hacen la mayor parte de las veces en el recinto cerrado y autosuficiente del arte emancipado. El arte contemporáneo puede salir a la calle y puede hablar de la vida, pero él mismo ya no es esa vida de la que habla. El arte reciente quiere volver a recuperar la sustancialidad del mundo desde su autonomía, pero se da de bruces reiteradamente contra un suelo invisible, porque lo sustancial para él ya sólo es él mismo (ha olvidado que él es la verdad y vuelve a buscarla en el exterior).

Esa pretensión extendida hoy día de un arte que debe relacionarse con la existencia, con la auténtica vida, es ideología, discurso político asumido por el arte como institución y mercado. Es una sandez tan preclara como la que defiende la oportunidad de la Universidad desde su volcarse a la realidad (profesional, empresarial, etc.). La misión del arte no es internarse en la realidad como un turista que juega a disimular su condición, porque eso evidencia más claramente la brecha que lo separa de aquélla. El sentido del arte, tal como se muestra con éxito en el arte de nuestros días, consiste más bien en ofrecernos el extrañamiento del mundo, favorecer en nosotros otra mirada, otros ojos y otras manos, «demorarnos», como dice Gadamer, pero desde él mismo, haciéndonos conscientes de su realidad como arte, no diluyéndose en nuestra realidad (lo cual sería un camino errado y taimado de falsa heteronomía, desde su ya consumada autonomía institucional). En este sentido, el arte se aleja de la identificación, de la intención de fomentar nuestra fusión con lo representado, para que eso representado sea filtrado por el tamiz del arte y, mediante esa mediación, nos extrañemos de lo cotidiano, veamos lo que no solemos ver en la vida funcional, relativicemos lo sustancial para la conciencia ordinaria y nos topemos con nosotros mismos como lo esencial. El arte libre, solitario, quiere al fin y al cabo, enfrentarnos a nuestra soledad. La identificación, al contrario, es el olvido de nuestro aislamiento. La crítica implícita de Hegel a la identificación –que aparece, no obstante, de manera más diáfana en las Lecciones sobre la estética– no se plantea aún desde una estética negativa como la de Adorno, sino, más bien, como un adelanto de Brecht.

Todo esto está en Hegel, en la Fenomenología del espíritu, aunque Hegel no lo expresa, evidentemente. Nuestra visión y nuestra conciencia históricas están actualizadas, pero no son más amplias que la suya. Probablemente, la onda expansiva de la lógica hegeliana aún sigue dilatándose. Como hemos sugerido ya, Duchamp está en la Fenomenología, no en su genial particularidad, sino como la fuerza interna del arte que él encarnó.

Ahora bien, insistiendo una vez más en que el relato de Hegel no es el de la identificación ni el extrañamiento estético, sino el del alzamiento del Selbst desde la sustancia, el paso de lo eternamente sustancial que sale victorioso en la tragedia a la subjetividad cierta de sí de la comedia12, debemos reparar en la paradoja interna de esa identificación implícita de la tragedia. Hemos intentado justificar que las disoluciones o escisiones de esa sustancia, de esa universalidad, se manifiestan de manera real en los sujetos reales, en el actor y en el espectador. Aún así, sigue palpitando la contradicción que se niega a ser subsumida y resuelta: la identificación, tanto del intérprete como del receptor, propia de la tragedia, vista como hipocresía desde el lado de lo universal, de los dioses, en tanto que hipocresía, mantiene separados al actor y al dios, y también a éste y al espectador por mediación de la máscara que condensa el momento del fingimiento. Es decir, esa supuesta unificación o asimilación que supone la identificación, acentúa la escisión, aunque su arte consiste precisamente en ocultarla mediante la intensidad de esa unión13. Esta paradoja vuelve a la relación del arte con la verdad. Que el actor o el espectador se hagan uno (cada uno por separado) con el personaje es algo que sucede para Hegel como hypokrisis, como mentira, o sea, como algo que no ocurre verdaderamente (téngase en cuenta que, para Hegel, «verdad» es fundamentalmente autenticidad). Este punto de la contradicción lo toma Nietzsche, que alumbrará una nueva relación entre arte y verdad.

Para describir un círculo más amplio en el pensamiento de Hegel sobre el arte –ya que nuestra exposición parece darse de forma concéntrica–, es preciso ahora recuperar ese diálogo cruzado de encuentros y desencuentros a tres bandas entre Kant, Hegel y Gadamer que es La actualidad de lo bello, esa concisa obra en la que nada de lo que se expresa es breve. En ella, Gadamer parte de Hegel para volver a Kant y encontrar en él otros sentidos a la contradicción del arte contemporáneo.

Gadamer se cuestiona cómo pueden incluirse el arte tradicional y el moderno en un mismo concepto. «¿Es esto todavía arte?», se pregunta. Nosotros lo entendemos de esta manera: si aplicamos los criterios de la lógica y el despliegue hegelianos, entonces, llegamos a concebir las vanguardias como el hallazgo de sí mismo del arte, su encuentro consigo mismo en su autoconciencia, en su Concepto. El arte se alcanza a sí mismo, como todo aquello que tiene Selbst, porque se dirige, en ese movimiento del Selbst, hacia sí mismo. Todo lo que empieza siendo un medio termina convirtiéndose en un fin. La autonomía es el destino de todo aquello que avanza según su conciencia. La vanguardia no es, entonces, un giro del arte, sino su destino, su confluencia lógica en sí mismo, su vuelta a casa. Duchamp es el final en el que el arte dice «aquí estoy, he vuelto, aunque nunca pisé realmente mi casa»14.

Lo que Hegel hace, por tanto, es introducir el tiempo, la lógica del desarrollo, en la finalidad sin fin kantiana. Y lo que limita el planteamiento de Gadamer es que éste plantea su pregunta desde la discontinuidad, desde la percepción de la autonomía contemporánea como una simple negación, como un contradecir el arte clásico. Pero, si aplicamos la implícita idea hegeliana de la autonomía como el momento de la síntesis, el que dice aquello que el arte verdaderamente es, entonces el momento contemporáneo se nos presenta como la consumación del arte más allá de Hegel.

Gadamer se sobrepone a Hegel porque lo que lee principalmente en él es la muerte del arte, la ambigua idea del «carácter de pasado del arte», que tantas interpretaciones ha motivado15. Cuando Hegel, en sus Lecciones sobre la Estética, afirma que «el pensamiento y la reflexión han sobrepujado el arte bello»16, no sólo hace justicia en términos generales a su sistema, a la segunda parte de la Fenomenología del espíritu, en la que la Religión y la Filosofía superan al Arte, sino que, de una manera singular, Hegel se topa con la particularidad de la obra de arte. Para él, la apertura a lo universal, al Espíritu, a la Verdad, que puede hacer la obra de arte, es sólo parcial, por cuanto sólo puede contar una parte de ella, «sólo hay una cierta esfera y fase de la verdad susceptible de ser representada en el terreno de la obra artística»17. Aunque Hegel observa aquí el arte desde la superación de éste en la verdad del cristianismo18 y, en este sentido, no llega al delirio de Schopenhauer y del joven Nietzsche, su percepción de la limitación de la obra de arte también es premonitoria de los momentos de ésta en lo contemporáneo: tanto de su anhelo de disolución (de la obra) en la idea (como sucede en las manifestaciones que niegan el carácter suntuario de la obra de arte, por ejemplo), como de la especialización a la que ya nos hemos referido con anterioridad: cada obra y cada artista como portadores de una única misión, un único objetivo conceptual, la economía del concepto que se manifiesta en el arte desde las vanguardias y que avanza hacia su proyección infinitesimal.

Gadamer ve a Hegel como el propio Hegel se veía a sí mismo, como sujeto del momento de lo Absoluto. Pero en lo que falló Hegel, falla Gadamer: en no ser consciente de la fuerza sobrehistórica de la dialéctica del arte. Hegel situó el momento del Concepto del Arte en su mismo tiempo y sobrepuso a éste la Religión y la Filosofía. En cuanto al arte, traicionó a la Lógica a favor de la mera historia acontecida. Pero si aplicamos con rigor su sistema, más de lo que lo hizo el propio Hegel, entonces podemos afirmar que la Vanguardia, como autoconciencia del arte, se contiene en él. Para esto es preciso abstraernos del Hegel histórico (el nacido en Stuttgart el año en que María Antonieta llega a Francia) y pensar tan sólo en el Hegel lógico (en el que coincide con un momento de la Idea).

Volviendo al tiempo como especial diferencia entre Kant y Hegel, encontramos que el primero formula la autonomía sin fundamentarla en un sentido histórico, sino como siendo siempre arte. Hegel, por su parte, concibe por primera vez una autonomía que es a la vez retrospectiva y prospectiva, que mira hacia atrás para poder mirar hacia adelante (o al revés) y ve en su finalidad su absoluta realización. La autonomía kantiana, a pesar del subjetivismo del juicio crítico, es esencialista o, más bien, sustancialista, en el sentido de que ya está ahí dada y realizada en la contemplación de lo bello. La autonomía de Hegel se produce en el devenir del arte, en su necesario despliegue (habría que considerar la diferente teleología de cada uno para profundizar en esto). Por eso, cuando Gadamer intenta superar a Hegel volviendo a Kant, parece no ver el momento de las vanguardias como el auto-reconocimiento del arte, como su finalidad, sino como un momento alternativo al del arte tradicional.

Si nos aventuramos más, aunque aquí nos desviamos de nuestro interés principal, podríamos ver, en las figuras de Kant y Hegel respectivamente, el problema del formalismo y el conceptualismo19. Evidentemente Kant y Hegel no defienden estos términos, pero su razón sí alcanza la intuición de una lógica que llevaría a estos ismos. Lo que afirmó Gadamer de Kant, que «su gran mérito fue no quedarse estancado en el formalismo del «juicio de gusto puro», sino que superó el «punto de vista del gusto» a favor del «punto de vista del genio»»20, también puede aplicarse a Hegel respecto del concepto. Pero formalismo y conceptualismo, sin ser sus formulaciones, están ya aquí como trasfondo, mucho antes de convertirse en los núcleos que regirán el atomismo del arte de vanguardia.

En Kant, el desprendimiento del concepto, la posibilidad de una satisfacción –e incluso de una comunicación– sin la necesidad de una comprensión mediante conceptos, la oportunidad del arte decorativo (que sobra para Hegel en el arte romántico), abren las puertas del formalismo en el arte moderno, liberan a la forma como finalidad. Para Hegel, todo lo verdadero, todo lo absolutamente realizado, es lo que se muestra «según su concepto». El arte realizado es aquel en el que la idea se consuma (aunque Hegel parece conformarse con un arte que llega al Selbst y a la autoconciencia, no a la Idea). Aunque en Hegel el arte siga siendo manifestación sensible del concepto y de la idea, esta idea y este concepto han empezado a soltarse y a ocupar su lugar como esencia de la obra de arte.

Pero, al concepto hegeliano, se le sigue resistiendo la forma (o la ausencia de forma en muchos casos, que viene a brillar más duramente por su ausencia). Forma e Idea se convierten en las dos caras de la obra contemporánea, que ya no podrán unirse nunca más tan felizmente como lo hacían en el arte clásico. Ahora Forma e Idea se miran enfrentadas. Se transmiten, se reapropian, pero siempre desde sus ámbitos separados y autónomos, porque, al fin y al cabo, las dos autonomías del arte, la kantiana y la hegeliana, el desinterés y el extrañamiento, son las autonomías de la Forma y de la Idea.

No obstante, a las categorías del desinterés kantiano y el extrañamiento hegeliano terminaría imponiéndose una tercera, más extensa si cabe, por destructora: la intencionalidad. La idea de intención como núcleo del arte y de la actitud estética implica en cierto modo el triunfo de la estética sobre el arte, en la medida en que éste se resuelve en eso, en actitud, sin la necesidad, no ya de la obra de arte, sino de la más mínima consumación en lo sensible. Esto también supone que en tal estética triunfal también se ha disuelto toda aiscesis y que ella misma se ha sublimado en la idea21.

¿No estaba también contenida esta ascensión en espiral en el pensamiento de Hegel? Por supuesto, Hegel nunca hubiera aceptado un arte que no fuera manifestación sensible de la idea, como hemos visto, pero, al liberar la Idea dentro del arte, al señalar la direccionalidad de la sustancia a lo subjetivo universal, él mismo había liberado un conjunto de fuerzas imparables, había desatado una libertad cuyo destino no podía ser otro que encontrarse a sí misma como fantasma exterminador de toda imagen.

Con el desinterés el arte se emancipa de toda función y finalidad, con el extrañamiento redefine su especificidad de manera negativa, pero con la intencionalidad el arte se suelta más bien de sí mismo, de sí mismo en la estética. Antes hemos visto que la identificación está involucrada en las dos primeras categorías, pero no sucede lo mismo en el caso de la intención porque ésta ha nacido ya en el seno de una estética autónoma en la que la identificación había sido desterrada.


1. Hegel, G. W., Fenomenología del Espíritu, edición y trad. de M. Jiménez Redondo, Valencia, Pre-Textos, 2006; VII, B.c, p. 843.

2. De hecho, la ironía aparece en la introducción de las Lecciones sobre la estética como principio filosófico y religioso expresado en Friedrich von Schlegel, en Fichte y en Schelling, y como principio artístico. Aquí se expresa el hondo sentido divino de la ironía. Véase op. cit., pp. 49-53.

3. Fenomenología del Espíritu, op. cit., p. 838.

4. En las Lecciones sobre la estética, Hegel entiende que el drama moderno refunde la tragedia y la comedia, lo que supone también la intromisión del extrañamiento en lo trágico: «Más aún interactúan en la moderna poesía dramática lo trágico y lo cómico, pues aquí el principio de la subjetividad, que deviene para sí libre en lo cómico, también en la tragedia se evidencia de suyo como predominante y relega la sustancialidad del contenido de las potencias éticas». op. cit., p. 861.

5. Fenomenología del Espíritu, op. cit., pp. 837-838.

6. Sobre este carácter avanzado de Hegel, comenta Argullol: «El análisis de Hegel es casi profético en relación a los destinos ulteriores del arte moderno. Los síntomas puestos al descubierto en sus Lecciones de Estética emergen puntualmente hasta alcanzar nuestros días. No así, desde luego, el diagnóstico, si tratamos de leerlo desde la globalidad del sistema hegeliano. El arte no se autodisuelve para superarse y ser superado en estadios de conciencia superior. Más bien, en una dirección notablemente distinta, entra en un estado de insuperable contradicción interna entre perspectiva de la libertad que le proporciona el subjetivismo y el estigma de orfandad en el que reconoce la ausencia de toda legislación objetiva». En la introducción a Gadamer, H.-G., La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, 1991, p. 13.

7. El reto que asume Hegel es el de asumir el contenido en el arte autónomo.

8. La actualidad de lo bello, op. cit., p. 32.

9. Ibíd., p. 845.

10. Como recuerda Alenka Zupančič, para Hegel, con este trabajo negativo de lo subjetivo sobre lo sustancial, «la comedia produce su propia necesidad, universalidad y sustancialidad (ella misma es el único «poder absoluto»), y lo hace así mediante la revelación de las figuras de lo «universal en sí mismo», como algo que es, en definitiva, completamente vacío y contingente. La comedia no es la socavación de lo universal, sino su (propia) inversión en lo concreto; no es una objeción a lo universal, sino el parto o el trabajo concretos de lo universal mismo. O bien, dicho en un único eslogan: la comedia es lo universal en funcionamiento. Éste es un universal que ya no se (re)presenta como estando en acción, sino que está en acción». “Lo «universal concreto» y lo que la comedia puede decirnos al respecto”, en Žižek, Slavoj (ed.), Lacan, los interlocutores mudos, Madrid, Akal, 2010, p. 237.

11. De esta manera, el arte integra la historicidad como auto-conocimiento y auto-reflexión. La conciencia que el arte tiene de su historia se convierte en la nueva objetividad que ocupa el lugar de la desplazada objetividad del mundo.

12. «En la tragedia los individuos se destruyen por la unilateralidad de sus sólidos querer y carácter, o bien deben asumir resignadamente en sí aquello a que de modo sustancial se oponen ellos mismos; en la comedia, con la risa por los individuos, que todo lo disuelven por y en sí, nos viene a intuición la victoria de su subjetividad que sin embargo segura está ahí en sí». Lecciones sobre la estética, op. cit., p. 859.

13. Por eso afirma Zupančič que «[…] el principal problema (formal) de la tragedia es que conserva el intervalo entre el sujeto o el sí-mismo y el carácter o el personaje que el yo está representando. Con la comedia, este intervalo se supone que desaparece. Se podría objetar a esto señalando que es precisamente en la comedia donde encontramos todo un arsenal de diversos caracteres que existen independientemente de los sujetos concretos, y son ocasionalmente asumidos por estos sujetos como máscaras para los propósitos de la comedia […]. Por otro lado, la tragedia parece estar mucho más próxima a una fusión orgánica del actor y su personaje». “Lo «universal concreto» y lo que la comedia puede decirnos al respecto”, en Lacan, los interlocutores mudos, op. cit., p. 244.

14.  José Luis Molinuevo entiende las vanguardias más bien como consumación sintética del ideal del conocimiento cierto de Descartes: «En realidad, y del mismo modo que Adorno y Horkheimer vieron en Sade la realización más consecuente de la ilustración, también, y en cierto modo, las vanguardias realizan el sueño cartesiano. Las grandes intuiciones modernas siguen llegando no como consecuencia de razonamientos sino como revelaciones (junto a una estufa) que los posibilitan. Cuando Ortega habla de «deshumanización del arte» señala algo paradójico por obvio: que con ello se cumple el viejo ideal humano de conocer el objeto en su totalidad, desde la totalidad de sus condiciones, puntos de vista, caras y planos. Y esto es precisamente lo que le hace irreconocible, impide la identificación sentimental, el goce, y se habla de arte deshumanizado. No por casualidad a las vanguardias se les denomina la modernidad estética, pues cumplen sus ideales subvirtiéndola. Ese modo de subversión obedece a lo que Freud señaló con un título que es todo un diagnóstico: «el malestar de la cultura»». La experiencia estética moderna, Madrid, Síntesis, 2002, p. 197.

15. Isabel Ramírez Luque interpreta este «carácter de pasado del arte» como la superación del momento del arte por el momento del pensar sobre el arte (Arte y belleza en la Estética de Hegel, op. cit., p. 128). Francisca Pérez Carreño, comentando a De Man, establece más abiertamente la relación entre arte y filosofía en este punto (“El símbolo en la estética contemporánea, ¿es posible una teoría laica del símbolo?” en Romero de Solís, D.; Díaz-Urmeneta, J. B.; López Lloret, J.; Molina Flores, A., eds., Símbolos estéticos, Universidad de Sevilla, 2001, p. 353). Udo Kultermann ha definido el contexto histórico y la mentalidad cultural desde la que Hegel emite esta afirmación (Historia de la historia del arte: el camino de una ciencia, Madrid, Akal, 1996, pp. 91-93).

16. Op. cit., p. 13.

17. Ibíd.

18. Para dar fe de la relevancia de la Reforma en la autonomía del arte, antes que atender a la pintura como hizo Hegel, basta tomar a grandes rasgos la evolución de la música alemana.

19. En ningún caso sostenemos que Hegel posea una visión conceptualista del arte, la sensibilidad por la forma demostrada en sus Lecciones sobre la estética dejan muy claro que no es así, pero la perspectiva del triunfo de la idea sobre la sustancia introduce sin duda el germen liberador de la idea.

20. La actualidad de lo bello, op. cit., p. 63.

21. José Jiménez ha destacado la intencionalidad como «criterio de partida para distinguir la percepción específicamente estética de la percepción en general» y también para delimitar el carácter estético de un proceso expresivo. Imágenes del hombre. Fundamentos de estética, op. cit., p. 129. Marchán Fiz ha abordado el asunto del intencionalismo y de la intencionalidad de manera especial en “La diferencia estética en la «fuente» y otras distracciones de Mr. Mutt”, en Molinuevo, José Luis, ed., A qué llamamos arte: el criterio estético, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2001, pp. 81-114. Nosotros nos referimos a una idea de intencionalidad más declaradamente abierta a la voluntad y a la propia decisión, una intencionalidad que se expresaría en términos como «esto es arte porque yo lo estoy generando con esa intención» o «esto es arte porque yo lo percibo con una mirada intencionalmente artística o estética», una intencionalidad, por tanto, ajena generalmente a toda institución e, incluso, a toda comunicación.


Texto extraído del artículo » Emoción, identificación y autonomía estética» publicado en Fedro, revista de Estética y Teoría de las Artes. Número 11, abril de 2012. ISSN. 1697-8072

Artículo completo: https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/11869/file_1.pdf?sequence=1

Imagen de portada: “La novia desnudada por sus solteros, incluso” (La mariée mise à un par ses célibataires, même). Marcel Duchamp.

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