FERNANDO INFANTE DEL ROSAL 12.03.2020
(…) El destierro de la emoción, por parte de las vanguardias escénicas y musicales especialmente, pretendía eliminar del arte ese tipo de experiencia en la que el receptor simplemente continúa –aunque de forma más intensa– en el nivel de sus emociones reales, de los afectos y sentimientos propios de la psicología cotidiana, o bien en el de sus emociones potenciales, de aquellas que no le ofrece su anodina vida pero que igualmente pertenecen a la psicología y no al arte. Esta actitud proclama la existencia de una experiencia genuinamente estética o genuinamente artística (desde el lado de la recepción, principalmente). La experiencia emocional desplaza o distorsiona esa propiedad artística, por eso debe ser rechazada 1.
Pero este dirigirse contra la emoción en el arte fue un objetivo errado. El problema para la autonomía del arte en este sentido no era la emoción representada que es actualizada en el receptor, sino el mecanismo que permite que eso suceda: la identificación. Del mismo modo que, según la visión aristotélica, no es contraria a la autonomía la representación de los temas éticos, por ejemplo, porque éstos no se prolongan en la vida real del espectador. Ahí radica la doble aportación del Estagirita: la identificación es constitutiva de la tragedia porque permite el efecto emocional; la catarsis es constitutiva de la tragedia porque no permite el efecto inmoral.
Sólo Brecht percibió, en su crítica a la dramática aristotélica, que el objetivo no debía ser la emoción, sino la identificación. Por eso Brecht no se enfrenta a las contradicciones de muchos de los creadores de su tiempo, no se interna en la paradoja de las vanguardias: un arte que pretendía acercarse al pueblo y que termina espantándolo para siempre. Brecht promulgaba la inclusión del mundo de la acción real en el teatro, de la realidad social y también de la realidad emocional. El sujeto del teatro debía ser el hombre auténtico, el hombre que permanece fuera del teatro. Ofreciendo al hombre la vida real con el medio del arte, el hombre percibiría más claramente esa dimensión añadida a la realidad que es el arte. Como la mayor parte de los artistas de vanguardia, Brecht no promulgaba la autonomía como una separación entre arte y realidad o entre arte y verdad, sino como un desligarse de la servidumbre del arte al poder (religioso, feudal, monárquico, burgués) y un separarse de las formas asociadas a ese poder (transparencia, identificación, evasión). Para ello, el arte debía mostrar en primer plano sus propios medios, sus propios recursos, su hacer. Y, así como el Impresionismo liberó a la pincelada, visible y escandalosa, o el Postimpresionismo desató el color, irreal, irreverente en su abstracta saturación, todas las vanguardias históricas emanciparon aquel detalle del arte que les interesaba, aquel elemento que reclamaba la atención hacia sí y se proclamaba definitivamente como esencia y finalidad de sí mismo 2. El arte se emancipaba como medio que ya no se medía por su fin, sino que colocaba su fin en su interior haciendo evidente precisamente sus propios recursos y llegando a identificar estos medios con el arte 3.
Esta auténtica autonomía, la autonomía del arte y de la experiencia estética en tanto que flexión, reflexión sobre sí mismo –autodescubrimiento y realización absoluta en su concepto, diría Hegel–, no contó con el favor del gran público, adoctrinado durante siglos en la estética del poder, en el arte de la representación y de la participación, y obligó al arte autónomo a vivir su reflexión de una manera cada vez más involutiva, a replegarse en espiral sobre su propio concepto. En su torsión interior, en su menguante espacio, el arte contemporáneo se autoimpone una especial economía, se obliga a cumplir su máxima implícita: cada artista, una idea 4.
La salida del receptor no sólo se produce por la pérdida del carácter representativo-figurativo del arte, sino, sobre todo, por el borrado emocional, por la desdramatización que las vanguardias escénicas y musicales extienden más allá de sus formas de expresión. Está clara la separación entre pintura y teatro (entre artes representativas y artes escénico-musicales), y los numerosos matices y apreciaciones que se pueden hacer de las relaciones entre una y otra no desdibujan para nosotros esta visión en ningún caso.
Ahora bien, esta realidad de las vanguardias y del arte contemporáneo convive con la realidad del arte propio de la cultura de masas, en el que el espectador común, como dice Benjamin, ha tomado las riendas y se ha vuelto experto 5. El cine y el resto de manifestaciones artísticas industriales y de masas retoman la línea aristotélica y su larga historia burguesa para llevarla a su extremo. La deliciosa soledad de la novela burguesa y la intensa emoción del teatro burgués sufren una transposición ideológica y, paradójicamente, pasan a formar parte de la cultura popular contemporánea. Así pues, respecto a la conciencia burguesa, tanto la vanguardia como la cultura de masas tienen su propia paradoja. Pero no es a la mentalidad burguesa a la que hay que tomar como objeto más que en un examen cultural. En un análisis de la autonomía del arte de vanguardia y de la heteronomía del arte de masas no hay que mirar tanto hacia esa realidad social y cultural, sino más bien hacia la escisión que estaba planteada en las visiones alternativas de la República y la Poética.
Este doble mirar de la autonomía a la tradición burguesa (externa) y a la del propio arte (interna) late en el fondo de la carta que Adorno, desde Londres, dirige a Benjamin en 1936 comentando La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Allí, Adorno reprocha a Benjamin su confianza en la libertad del arte de masas como estadio en el que supuestamente el proletariado se realiza y en el que se abolen los rasgos del arte burgués. Para Adorno tal posición retiene aún una clara visión romántica y burguesa: «[…] tampoco puede significar que podamos escapar a los viejos tabúes sólo con entregarnos a otros nuevos […]. El fin de la Revolución es la eliminación del miedo. De ahí que no tengamos que tenerle miedo, y tampoco ontologizar nuestro miedo. No es idealismo burgués mantener, conociendo y sin prohibiciones al conocimiento, la solidaridad con el proletariado, en vez de, como es una y otra vez nuestra tentación, hacer de la propia miseria una virtud del proletariado» 6. Adorno, no piensa que las masas sean dueñas del nuevo arte y que éste surja como signo de su libertad frente al arte autónomo, porque la función de este arte nuevo (del cine principalmente) es mantener al pueblo donde está impidiendo que éste transforme las condiciones de su existencia (como había dicho Rousseau y como diría Marcuse en otros contextos).
La desmitificación del arte reproductible no atenta, según Adorno, a la autonomía: «[…] me parece que el centro de la obra de Arte autónoma no está en la parte mítica […] sino que es en sí mismo dialéctico: entrelaza en sí lo mágico con el signo de la libertad. […] Por dialéctico que sea su trabajo [se dirige a Benjamin], no lo es en la obra de arte autónoma misma; pasa de largo por la experiencia elemental, evidente para mí de forma cotidiana en la propia experiencia musical, de que precisamente la consecuencia extrema en el seguimiento de la ley tecnológica del arte autónomo lo cambia, y en lugar de la tabuización y fetichización lo aproxima al estado de la libertad, de lo conscientemente fabricable, de lo hacedero» 7. Adorno escribe desde una concepción de la autonomía artística como aquello que se culmina en la «forma objetual del arte» 8, por eso su discurso y el de Benjamin, abierto a la ruptura y la dispersión como desmitificación del arte, no son acoplables 9. Benjamin proyecta su pensamiento desde un ámbito más descubierto, más contextual; Adorno, en cambio, procede desde el interior de la obra de arte como totalidad, por eso no puede aceptar aquello que mina esa objetualidad. En las visiones de Benjamin y Adorno vemos la proyección última de la autonomía del arte que, una vez realizada como ideal del arte, debe seguir enfrentándose a la heteronomía. Ahora ya no tanto en la escisión Platón-Aristóteles como en la cristalizada separación cultural (más amplia aún que la estético-artística) entre alta cultura (autonomía) y cultura de masas (heteronomía). El gran alcance de Benjamin fue plantear la heteronomía como signo de libertad, de conquista del mundo de la representación por parte del hombre común, pero, a su sólida visión, se sobrepone la más totalizadora de la autonomía, autopercibida como victoria de la Humanidad. El destino de la dicotomía autonomía-heteronomía se manifiesta en la división o relación Arte-arte.
Las teorías del arte contemporáneo, por lo general teorías de las artes no escénicas ni musicales, son muy dadas a la sutileza, a la elaboración de frágiles y delicados matices, a la lectura de lo leve, y no han asumido, o lo ocultan, el peso grave de esta burda escisión, que se muestra grosera, como toda verdad. El arte y el pensamiento estético contemporáneos construyen sus peripecias sobre la excepción, sobre la alteración, sobre una singularidad que no ha asumido su pertenencia a un discurso universal y hondo. El arte, por su parte, escribe notas al pie de páginas vacías. No cuenta su verdad, y la crítica y la estética lo encubren. Aquél muestra su encierro replegado como una supuesta apertura (a los nuevos públicos, a la tecnología, a la industria, al arte popular, etc.) y recubre sus artificiosos discursos de feliz relación con el mundo. Pero miente. Quizás porque no ha querido asimilar la verdad que él mismo descubrió, su autonomía en la forma de separación.
Cuando el arte se emancipa de la representación se abre a un mundo de concepto al que sigue accediendo en gran parte desde una experiencia sensible. Pero cuando el arte se libera de la emoción y se libera de la identificación, se emancipa en gran medida del público y se condena a la autosuficiencia, que es condenarse a la soledad.
(…)
1. Todo el discurso de la emoción que hay en los artistas de vanguardia no procede de las emociones ordinarias, de las de la vida corriente o potencial (convertidas en suero burgués una vez representadas). Las emociones a las que se refieren hablan más bien en los términos del paradigma antiguo, del pitagórico, por ejemplo: el resonar del sentimiento cosmogónico; o de la emoción como espiritual (no subjetivista ni romántica) en el caso de Kandinsky. Su intención, en la mayor parte de los casos, no es utilizar al arte como dilatador de las emociones usuales (intención burguesa), sino generar otro tipo de emoción que, aunque haga resonar su espíritu en todo el cosmos, sea una emoción nacida del arte. Es importante tener en cuenta esta apreciación para no concluir que todos los planteamientos contrarios a la intrusa emoción psicológica conducen al ascetismo estético.
2. «El detalle, al emanciparse, se había hecho rebelde y se había erigido, desde el romanticismo hasta el expresionismo, en expresión desenfrenada, en exponente de la rebelión contra la organización. El efecto armónico aislado había cancelado en la música la conciencia de la totalidad formal; el color particular en la pintura, la composición del cuadro; la penetración psicológica en la novela, la arquitectura de la misma. A ello pone fin, mediante la totalidad, la industria cultural». Adorno, T. W.; Horkheimer, M., Dialéctica de la Ilustración, op. cit., p. 17o
3. Empujado por su visión formalista, Clement Greenberg expresaba esto de una manera diáfana en 1939: «Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi, y hasta Klee, Matisse y Cézanne tienen como fuente principal de inspiración el medio en que trabajan. El interés de su arte parece radicar ante todo en su preocupación pura por la invención y disposición de espacios, superficies, contornos, colores, etc., hasta llegar a la exclusión de todo lo que no esté necesariamente involucrado en estos factores. La atención de poetas como Rimbaud, Mallarmé, Valéry, Éluard, Hart Crane, Stevens, e incluso Rilke y Yeats, parece centrarse en el esfuerzo por crear poesía y en los «momentos» mismos de la conversión poética, y no en la experiencia a convertir en poesía». “Vanguardia y Kitsch”, en Arte y cultura. Ensayos críticos, Barcelona, Paidós, 2002.
4. En un primer momento, en las protovanguardias o prevanguardias, la economía se manifestó más bien en el asunto o en el objeto de la obra. La obtusa reincidencia de Cézanne con el monte Sainte-Victoire o con las imágenes de bañistas, o de Van Gogh con el cartero Joseph Roulin, no procedía de una mera obsesión personal, sino de la intrascendencia del asunto para la nueva pintura, más preocupada por el estilo como forma de subjetividad y de la autorreferencia de la pintura a sí misma: repetir el mismo tema-objeto liberaba a la pintura del contenido y hacía posible la progresión 76 del medio mismo. Progresivamente, a esta economía del objeto se le unirían la economía del hacer y la economía del concepto: este fenómeno llega a su grado máximo en los procesos mercantiles avanzados del arte desde los años ochenta. No obstante, en la estela de Beuys, gran parte de los creadores actuales han vuelto a la diversidad (Murakami) e, incluso, al arte total (Barney).
5. Cfr. Benjamin, W., “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Obras: libro I, vol. 2, Edición de Barja, J.; Duque, F.; Guerrero, F.; Madrid, Ádaba Editores, 2008.
6. “Sobre La obra de Arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Adorno, T. W., Sobre Walter Benjamin, Madrid, Cátedra, 1995, p. 144.
7. Ibíd., p. 140
8. «Pero la autonomía, es decir, la forma objetual de la obra de Arte, no es idéntica con lo que de mágico hay en ella: igual que no se ha perdido del todo la objetualización del cine, tampoco se ha perdido la de la gran obra de arte». Ibíd., p. 141.
9. Vicente Gómez suaviza el carácter de estética negativa y objetivista de la Teoría estética de Adorno recordando que «Del lado de la recepción estética, y frente a la experiencia proyectiva y preestética fomentada por la industria de la cultura, el arte ejercería además, según Adorno, una función crítica en tanto que conmoción (Erschütterung) del principio de autoconservación del Yo, correlato subjetivo del principio objetivo de la mercancía, omniabarcante en la sociedad de cambio. Adorno recupera así la punta crítica de la concepción kantiana de la experiencia estética como «contemplación desinteresada». […] Estas formulaciones tan cercanas a Marcuse son radicalizadas en Teoría estética a través de la teorización de un modo de contemplación desinteresado expresado mediante los conceptos de «momento» (Augenblick) y «aparición» (Apparition), elementos de la negatividad del arte respecto de los principios de identificación y de cambio del universal social dominante». El pensamiento estético de Theodor W. Adorno, Valencia, Univeritat de València, 1998, pp. 95-96.
Texto extraído del artículo » Emoción, identificación y autonomía estética» publicado en Fedro, revista de Estética y Teoría de las Artes. Número 11, abril de 2012. ISSN. 1697-8072
Artículo completo: https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/11869/file_1.pdf?sequence=1
Imagen de portada: Esther Ferrer, Metamorfosis.