ALBERTO BERNAL. 07.01.2020
«La música, esa gran celestina, cubre bajo su manto de mierda y armonía la revolución picassiana, la explotación infantil, la crueldad de la guardia civil contra los bandoleros, que casi todos eran generosos, como Luis Candelas. La música es un ensalmo que redime el crimen y adecenta el odio. Por sobre las vilezas que hemos cronificado, vuela, deleitoso e inconsútil, delusivo, el violín exento, genial y estúpido de Pablo Sarasate, poniéndole música amable a la letra cruenta de un siglo que nace revolucionario, conflictivo y macho.» (Francisco Umbral, Del 98 a Don Juan Carlos)
“Debido al mal tiempo, la revolución alemana sólo pudo ser llevada a cabo en la música.” (Kurt Tucholsky, Schnipsel)
Es decir:
Música como huida de lo real frente a música como materialización de lo real.
Música como bálsamo tranquilizante frente a música como excitante revulsivo.
Música como ensalmo frente a música como confrontación.
En definitiva, música como “sólo música” frente a música como “música y algo más”.
Entre ambas afirmaciones, divergentes en su tiempo pero coincidentes en cuanto a la época que refieren, se inscribe toda una gama de relaciones entre la música y su otro, abarcando desde la más absoluta “exención” descrita por Umbral, hasta la validez política que, no sin cierto sarcasmo, parece atribuir Tucholsky a la música. ¿Hasta qué punto puede la música relacionarse con su otro, establecer un discurso que vaya más allá de sí mismo, que no ignore la exterioridad en la que se inscribe? ¿Es posible una música crítica? O, con Derrida: ¿Cómo desequilibrar las presiones que se corresponden por una y otra parte de la membrana?1
LA MÚSICA
Es práctica común en los conservatorios presentar y enseñar la música a menudo como LA música; es decir, un lenguaje universal sujeto a una serie de conjuntos de normas válidas en todo lugar y tiempo: LA armonía, EL contrapunto, LA instrumentación, LA forma, LA rítmica… Rara vez se establecen relaciones entre determinados procedimientos (bien sean generales o particulares en una obra) y el contexto social en el que surgen, como si todos estos procedimientos hubieran estado siempre “ahí” o su aparición fuera sólo debida a la genialidad ejercida por un determinado compositor en su aislamiento creativo.
El lenguaje musical es presentado como algo cerrado, autosuficiente y autónomo. La mayoría de las veces parece referirse sólo y solo a su propia interioridad, como en un constante ejercicio de autocita. Y únicamente se dejaría influir por las diferentes formas de sí mismo que le han sido dadas por los compositores más representativos. La música como un sueño idílico e irreal, intacto, exento… puro. Y SU OTRO Sin embargo, influencias tan poco musicales como las guerras han estado siempre detrás de determinados cambios en el estilo musical: Dresde, 1636. Aparecen los Pequeños conciertos sacros de Heinrich Schütz, que de manera magistral hacen evolucionar la anterior práctica de los Grandes conciertos al estilo veneciano hacia un estilo más reducido en plantilla instrumental, verdadero preludio de lo que posteriormente sería el género de la música de cámara. ¿Constituye realmente una pura decisión “estética” el reducir el número de instrumentos en esta nueva forma? No es ninguna casualidad que, contemporáneamente, entre 1618 y 1648, tuviera lugar la Guerra de los Treinta Años, que redujo a la mitad la población masculina en Alemania. Es decir: la forma del Gran Concierto evoluciona a Pequeño Concierto fundamentalmente porque la mitad de los músicos estaban muertos. París, 1919. Ravel compone La Valse. Si comparamos esta obra con sus Valses nobles y sentimentales (1911) nos parecerá que ambas están hechas por dos compositores distintos: a la ingenuidad y apacibilidad de la segunda se le opone el desequilibrio y las rupturas de la primera, en la que la agresiva utilización de la percusión parece aludir a lo militar y al sonido de las bombas que Ravel vivió en sus propias carnes en el frente de Verdún de la Primera Guerra Mundial (1914-18, justo entre las dos obras). El estilo compositivo de Ravel nunca volvería ser igual. Auschwitz, 1945. Casi inmediatamente después de la finalización de la Segunda Guerra comienza una quasi repentina racionalización y objetivización de la técnica compositiva. Bajo la fría objetividad de la música de los 50, hoy en día presentada a menudo sólo desde su aspecto más teórico (serialismo integral, estocástica, experimentalismo americano), está la necesidad de empezar de cero tras la catástrofe de la guerra y la renuncia a aquella emotividad directa de la que tanto había hecho uso el nazismo para arengar a las masas. Sintéticamente formulado por Adorno en su conocida afirmación: “hacer poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.2
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1. En su artículo Tímpano, de 1972, Derrida establece un interesantísimo paralelismo entre la membrana del tímpano, en contacto permanente y simultáneo con lo exterior y lo interior, y su crítica al límite que se autoimpone el discurso filosófico en aras de un bloqueo de lo exterior para poder preservar su integridad lógica. Si bien Derrida en este texto está hablando exclusivamente de filosofía, un razonamiento similar puede aplicarse a la necesidad de autolimitación que puede darse también en la definición convencional de música. Jacques Derrida, Tímpano (1972). Aparecido en Márgenes de la Filosofía; ed. española, Madrid 1989.
2. Theodor W. Adorno, Kulturkritik und Geselschaft [Crítica cultural y sociedad] (1949).
*Texto publicado por Alberto Bernal en el número 4 de la revista Función Lenguaje. Madrid 2014.
Imagen portada: John Baldessari, Throat, Nose and Spider (2010). Detalle